miércoles, 14 de marzo de 2007
DE MAR A CORDILLERA
No sé si les ha pasado a ustedes eso que es tan común aquí en el desierto que es pasar un largo tiempo sin ver lo que se llama un miserable marisco. Aquí es un padecimiento constante que me pena cada vez que pico cebolla y cilantro, es como si esa mezcla endiablada invocara al mismísimo “eñor de los mariscales”. No sé cómo la tradición judía prohíbe la inclusión en la dieta alimenticia de estas maravillas, en todo caso no he visto a ningún israelí que le haga el quite a estos manjares. Para mí que, alejados de las tierras que han hecho suyas, hacen vista gorda de la ley, pensando que le han hecho una finta al todopoderoso y este los ha perdido de vista. En fin, todo ser humano tiene derecho a su recreo, ellos al suyo y yo al mío.
Sucede que hace algún tiempo tuve que viajar a Antofagasta para hacerme unos exámenes. Vagué por sus pasillos, ventanillas y salas de espera sin éxito en darle a mi sagrado cuerpo los cuidados que hoy en día me exige. Hay un juego diabólico en este sistema que debe cambiarse ahora ya. Existe una red de funcionarios que han especializado su neurosis en dificultar a los pacientes su llamado derecho a la salud. Son expertos, tanto como ciertos pacientes que, educados por el hábito, saben cómo salir al paso de las trampas a las que todos nos vemos expuestos. En las sombras hay ángeles y santos de vocación verdadera que hacen lo posible por salvar a varios por los que yo no daría ni un solo peso. Oro por ellos. Cuando finalmente pude entrevistarme con el cardiólogo me dijo, tiene un problema. Qué puedo hacer, doctor. Cuídese, usted necesita tratarse. Gracias doctor. Muchachos, no hubo más que este sencillo consejo, el resto no fue más que pedir otras horas, quién sabe, para recibir nuevas recomendaciones. Lo frustrante de esta anécdota es que esperé un par de meses para conseguir esta entrevista. Nada le reclamo a la “salud pública” de hecho, me salvaron la vida. En todo caso, cuando les tocó a los privados mejorarme de alguna cosita, me fue peor porque además te han robado sistemáticamente. La cosa es que, aturdido por este sinsentido me invadió un apetito tremendo y allí, sentado se me ocurrió ir a la caleta de Antofagasta. Averigüé con una administrativa cómo llegar al templo y después de un agradable paseo en bus llegué al único lugar donde podía conseguir remedio verdadero.
Tuve que saber distinguir cuál de todos los “reyes” de este u otro pescado era el verdadero. Dos eran los “puestos” para comer sentado pero eran los más caros. Opté, de entre los más baratos, el que acusaba mayor higiene, acto de elemental razonamiento si uno quiere salir vivo de tanto peligro atribuido a las cosechas marinas cuando se nos antojan crudas. Para empezar la fiesta me matriculé con un tonto cebiche mixto. Lo bueno de este tipo de picadas es que el encanto de las cosas es en extremo concreto. Nada de arranques de creatividad personal, gracias a dios tampoco de naturaleza estética ni preparativos novedosos. Solo la sabiduría criolla depurada por repetición le añade a lo creado por Dios la condimentación apetitosa que conocemos, pues, esto es como un rezo. Camarones, lengüitas de erizo, ostiones, pulpos, calamares, un poquito justo de blanquillo, almejas, en una confusión lujuriosa que me hizo justificar todos los padecimientos previos. Me faltó el blanquito, heladito, más de lo que recomiendan los enólogos por supuesto. Souvignón Blanc, no acepto otra cosa, ya dije que en esto no me agrada innovar. Debiera ser una obligación legal en el marco de mantener vivas nuestras tradiciones. Ya le había echado el ojo a unas empanaditas de ostiones que ofrecía uno de los reyes, el de las empanadas, claro, pero mientras le daba el bajo a lo que quedaba del caldo fresco y sabroso medio cargadito al picante, estos guevones saben cómo picarte la guía, saqué cuentas sin mostrar lo que cargaba y ordené otra porción. Pedí descuento para despistar a unos tipos que estaban cerca y para no quedarme corto. Me fijé bien para que no me castigaran los ostiones que era lo más fino en el pote y seguí gozando de este festín inesperado. Me dí una tregua para no perderme las empanadas que me tenían curioso y me dí una vuelta por los puestos entreteniéndome con los pescados, notables algunos, de las costas nortinas. Estaba en eso cuando me encuentro con un amigo que me invitó a fumar un cuete en la llamada playa artificial, que es justamente eso. Acepté la invitación, a la playa digo, la yerba me hace pésimo aunque, se supone, baja la presión. Renuncié a las empanadas y, en verdad, era un exceso. Además, la fritura y el calor no era una buena cosa para el largo viaje que me esperaba. Como no estaba preparado sólo metí las patas en el mar. Buena cosa.
Ahora, como el veinte de marzo, tengo que partir de nuevo a Antofagasta, adivinen dónde voy a almorzar. Bien golosos, los dejo con el apetito bien despierto. Si han comido algo rico y quieren comentarlo este es el lugar adecuado. Chao glotones. Coman y cuenten.
La foto: En el "Samo Bar", Buenos Aires. Muy entretenido, un templo del blues. Comida gruesa.
lunes, 5 de marzo de 2007
¡¡¡¡BIENVENIDOS A MI NUEVO ESPACIO!!!!
Presentación
Ustedes ya lo saben, me gusta comer y, por lo tanto, hablar de comida. Tanto es así que a pesar de estar sufriendo terriblemente de un sádico ataque gotoso no me olvido de las prietas con papas que me comí antes de ayer. No me alimento de manera abundante, las panzadas no me son agradables, pronto transforman mi gusto en hastío. Tampoco mi inclinación por comer es lo suficientemente fuerte como para cocinar para mí no más. Ahora que Carmen Gloria está en Santiago, o me invitan o me como un pancito y un té.
Hay cosas que -de no ser para hacer algún comentario en mi columna- no probaría jamás como un “chululo al palo”. El Chululo es un roedor que, aunque de la rama de los finos, su aspecto de ratón –que conserva en esa preparación- me provoca esa repugnancia anticipada con que rechazamos los alimentos. En general me pasa eso con las carnes que conservan las formas exteriores de las bestias sacrificadas. Recuerdo que, en el Matadero, cuando íbamos con el taita, yo quedaba a la altura de las cabezas de chancho peladitas y suaves, pero esa decapitación y esa población de moscas ansiosas como Jotes en miniatura, me causaban verdadera repulsión. Esos ojos, como de abuelas ciegas, que no reaccionan con el pisoteo de los bichos me hacían desviar la mirada a veces, ya adicto al martirio, a la nariz incomprensible del animal. Algunos desgraciados los colgaban de ahí en esos garfios inmundos como “s” en que también vi, colgados de los talones, cadáveres humanos en la Facultad de Medicina. El desfile de patas de Chancho, el pelotón medieval de patas de pollo, las pirámides de crestas de gallo, los conejos colgando como la colección de peluches de Satanás-niño, los ojos vacunos flotando en un caldo turbio, lejos de despertarme el apetito me hacían pensar que visitaba la casa museo de algún Hannibal Lecter criollo o algo así. Lo mejor de esos paseos al “Mall de los psicópatas” era cuando, de a poco, el olor nauseabundo se transformaba en el perfume del aliño completo. Eso era un gran alivio. La canela en rama, el cacho e´cabra, la vainilla, era otra cosa. Curiosamente, las formas exteriores de los pescados nunca me produjeron lo ya descrito. Los pejerreyes fritos de cabeza a cola, son una golosina crocante que ni la resistencia de una espina loca dentro de la boca me haría renunciar al festín. La locura de las formas de los mariscos es de una belleza que se aprende a disfrutar con los ojos cerrados y la boca bien abierta. Después de probarlos ya no lucen tan extraños.
Bien, de todo esto hablaremos en futuras charlas, mientras tanto vale decir que este espacio está dedicado a dos superhéroes del buen comer a quienes admiro y que alguna vez espero entrevistar para esta sección. El señor Cesar Fredes y Don Tinto. Un aplauso para ellos.
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